domingo, 27 de mayo de 2012

El primer paso es decidir por uno mismo el nivel de importancia de las cosas.

Lo único que quiero es cerrar los ojos y que todo se desvanezca. Que venga una ráfaga de viento y se lo lleve todo como a unas minúsculas motas de polvo. Si, minúsculas. Ojalá fuesen minúsculas. Igual de minúsculas como mi tristeza delante de todos, como mi atención cuando alguien me habla de ese tema, como la importancia a la que ven que le doy. Igual de minúsculas que mis sentimientos mostrados a la gente de mi alrededor. Pero, desgraciadamente, son todo lo contrario. Son motas de polvo gigantescas. Igual de gigantescas como mis lágrimas noche tras noche con la palabra 'desperdicio' grabada, como mis crujidos al escuchar palabras que hubiera deseado no escuchar nunca, como las risas sin sentido y las sonrisas forzadas que se apoderan de mi día tras día. Igual de gigantescas como esas obras de teatro diarias tituladas 'Parte uno: Crees que me importa lo más mínimo lo que ella sufre'; 'Parte dos: Lo se, te parezco una egoísta'; 'Parte tres: 'Solo intentaba alejarme todo lo posible para no sufrir'. Y lo malo, al fin y al cabo, es que justamente esa obra, dudo mucho que tenga un final feliz. Aunque lo peor de todo, y el mayor fallo que cometemos la mayoría de los seres humanos, es que le damos demasiada importancia a cosas que no se merecen ni una décima parte de la que le vemos, y desaprovechamos regalos del día a día que, aunque parezcan simples y de adorno, son lo mejor que podemos tener.

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